May 12, 2006

Para la luz de mi Universo

Al despertar de un sueño te contemplo ¡madre mía!,
mientras ofreces los párpados a tus recuerdos.
Cobijas tu vientre tibio con un delicado abrigo
como quien piensa que todavía me tienes dentro de ti.
Adoro la vida porque sueles ser como ella.
Adoro el amor porque fue contigo que aprendí a decir te quiero.

Tu dolor es la tristeza que me agobia y
que sólo sabe aminorar tu sosiego.
Eres tiempo de luz, luz que alumbra mis espacios vacíos.
Moriría por verte vivir, resucitaría para verte vivir.
Cuantas veces al verme triste profanar quisiste
mis pensamientos.
Por no verme triste la luz de tu alma me brindaste y
una canción clara y diáfana me cantaste.

Si tú pensaras en dejarme, mi alma al aire retumbaría
y en la cripta de tus dulces besos lloraría en el oscuro día
de tu eterna despedida…

¡Madre! Si al rememorar mi futuro
no encontrara tu sonrisa, las agraciadas
flores de mis nobles sentimientos llevarías.

Recuerdo cuando tus risas de mediodía
alegraban la dulce morada y hoy
que todavía te tengo no extraño más nada que
mi infancia, cuando sin ningún prejuicio de hombre
tu dulce mirada abrazaba.

CLAUDIA


Todo parecía ser como antes, salvo por un detalle. Ella ya no era una niña.
La verdad es que comparándola con la demás mujeres que bordeaban su edad, Claudia parecía tres años mayor; no sólo por sus formas esbeltas y esa cara de mujer sensual, sino, por su manera de tratar a los demás chicos de su edad.
Yo la veía jugar, cuando todavía quería ser niña, y luego, enamorarse, cuando quiso ser mujer. No podía negarse nada. En realidad nada le faltaba, salvo el consuelo de un padre que muriera el día en que la vi nacer ante mis ojos.
El día que la conocí fue la última vez que vio a su padre vivo. Pálido - como todo muerto - pero con una expresión de felicidad extraña que, sólo encontrara el día de su muerte. La gente que lo conoció en vida nunca pudo recordar sonrisa tan sincera como la de aquel día, Sus ojos color miel eran impresionantes, su pelo describía una ruta zigzagueante que llegaba a estremecerme; delgada como la vida y toda envuelta de una rara aureola, más parecía un ángel que llevaba a un pobre infeliz a la misericordia de Dios.
Desde aquella vez sólo pude verla algunos meses después. Su familia la había mandado a vivir con unos tíos del sur, con la finalidad de aliviar sus penas del alma.
Pude comprender eso, pero no su rápida transformación de niña a mujer; fue como si una fuerza endógena la hubiera obligado a ser otra, en forma y en fondo. Casi no la pude reconocer.
Fue algo extraño. Caminaba un día sin rumbo por la casa donde vivía con su familia y no la vi. Sólo al regresar note que alguien me miraba desde una ventana cuyo marco de metal parecía abrirse por la luz que emanaba del interior. Era casi de noche.
La verdad es que siempre pasaba por aquella calle, nada más por saber alguna noticia de ella.
- ¡Deja de perder el tiempo! – replicaba Carlos, cada ves que me veía salir de casa para renovar mis votos peregrinos.
Era un gran amigo a quien conocí desde la infancia. Nunca más lo vi en esta vida, desde que se casara para ser infeliz.
Apenas podía verla. Como aquellas ves, parecía cubierta de una aureola rara. Quise entenderlo como un efecto de la luz que la alumbraba por detrás, y traté de no pensar más. Fue una mirada que duró pocos segundos, pero me bastaron para saber que había cambiado.
Pudo resultar esotérico lo que sentí, pero sucedió y me basto. Fue una observación interna. Mi alma miro a su alma y, por un momento me sentí dentro de ella. Comprendió que no podría saber más de ella y giro hacIa el interior, con una sensación de haber perdido algo. Tal vez un recuerdo de su padre, al que siempre miraba con tristeza sin saber porque. Sólo se juro no ser como él, un desdichado que nunca encontró alegría en la vida. Don Luis fue uno de esos pocos hombres que logra comprender que el mundo es una miseria y que el ser humano es un extraño género que se socializa para vivir solo, por su cuenta. Fue por eso quizás que le sonrió a la muerte con tanta gracia, agradecido por el favor que le hacía de morir.
Fue una transformación casi total. Su delgadez se había convertido en un recuerdo; el resplandor de la luz que la alumbraba por detrás, hacia que su figura contorneada se exhibiera en su totalidad. Había dejado además las ropas de luto, para usar blusas de manga corta y jeans ajustados.
No podía controlar mi respiración y traté por un momento de tranquilizarme, pero no pude. Al voltear a recoger mis pasos sentí que las lágrimas me bajaban por las mejillas. Sólo pude explicarlas con un: “la perdí”.
A menos de dos cuadras contradecía esta aseveración preguntándome: ¿con cuando fue mía?